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MACONDO

Recensión, 001.- 02.

Javier Marías, Todas las almas.
Círculo de Lectores, 2003, pp. 73, 74.

Cuando uno está solo, cuando uno vive solo y además en el extranjero, se fija enormemente en el cubo de la basura, porque puede llegar a ser lo único con lo que se mantiene una relación constante, o, aún es más, una relación de continuidad. Cada bolsa negra de plástico, nueva, brillante, lisa, por estrenar, produce el efecto de la absoluta limpieza y la infinita posibilidad. Cuando se la coloca, a la noche, es ya la inauguración o promesa del nuevo día: está todo por suceder. Esa bolsa, ese cubo, son a veces los únicos testigos de lo que ocurre durante la jornada de un hombre solo, y es allí donde se van depositando los restos, los rastros de ese hombre a lo largo del día, su mitad descartada, lo que ha decidido no ser ni tomar para sí, el negativo de lo que ha comido, de lo que ha bebido, de lo que ha fumado, de lo que ha utilizado, de lo que ha comprado, de lo que ha producido y de lo que le ha llegado. Al término de ese día la bolsa, el cubo, están llenos y son confusos, pero se los ha visto crecer, transformarse, formarse en una mezcla indiscriminada de la cual, sin embargo, ese hombre no sólo conoce la explicación y el orden, sino que la propia e indiscriminada mezcla es el orden y la explicación del hombre. La bolsa y el cubo son la prueba de que ese día ha existido y se ha acumulado y ha sido levemente distinto del anterior y del que seguirá, aunque es asimismo uniforme y el nexo visible con ambos. Es el único registro, la única constancia o fe del transcurrir de ese hombre, la única obra que ese hombre ha llevado a cabo verdaderamente. Son el hilo de la vida, también su reloj. Cada vez que uno se acerca al cubo y echa en él algo, vuelve a ver y a tener contacto con las cosas que tiró en las horas previas, y eso es lo que le da un sentido de la continuidad: su día está jalonado por sus visitas al cubo de la basura, y allí ve el envase del yogurt de fruta que desayunó, y aquel paquete de tabaco del que al comenzar la mañana quedaban sólo dos cigarrillos, y los sobres ahora vacíos y rotos que le trajo el correo, los botes de coca-cola y la viruta de un lápiz al que sacó punta antes de empezar el trabajo (aunque fuera a escribir con pluma), las hojas arrugadas que juzgó imperfectas o equivocadas, el envoltorio de celofán que contuvo tres sandwiches, las colillas vertidas numerosas veces desde los ceniceros, los algodones empapados en colonia con los que se refrescó la frente, la grasa de los fiambres que comió distraído para no interrumpirse, los informes inútiles recogidos en la facultad, una hoja de perejil, una de albahaca, papel de plata, las briznas, las uñas que se cortó, la oscurecida piel de una pera, el cartón de la leche, el frasco de la medicina acabada, las bolsas inglesas de papel crudo y áspero en las que envuelven sus libros los libreros de viejo. Todo se va apretando y se va concentrando, se va tapando y se va fundiendo, y así se convierte en el trazo perceptible -material y sólido- del dibujo de los días de la vida de un hombre. Cerrar y anudar la bolsa y sacarla fuera significa comprimir y clausurar la jornada, que tal vez habrá estado punteada tan sólo por esos actos, por el acto de arrojar desechos y mondaduras, el acto de prescindir, el acto de seleccionar, el acto de discernir lo inútil. El resultado del discernimiento es esa obra que impone su propio término: cuando el cubo rebosa está concluida, y entonces, pero sólo entonces, su contenido son desperdicios.

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